Iron diplomacy

How is it that Spain, a country that has recently known a long dictatorship, is so insensitive to activists for democracy and human rights in other countries?

An internationally known Sahrawi (Western Sahara territory) independence activist is now on a hunger strike, to protest against our government’s connivance with the Moroccan authorities, who have illegally deported her to Spain. The Dalai Lama’s representative departs from Madrid after four days, in which no one from the Spanish Foreign Ministry receives him. The Foreign Minister visits Cuba to meet the Cuban authorities, but not the opposition. A well-known Spanish research institution organizes a seminar on the stability of the Balkans, attended by representatives of all the region’s governments (including the Serbian); but since a representative of Kosovo is there, nobody from the Foreign Ministry attends. And every time a representative of the Taiwanese government appears in Madrid, he gets the same cold shoulder. On Sunday, presidential elections were held in Equatorial Guinea, with no international observers or even journalists allowed, and Spain keeps the same cold, pragmatic distance.

What is this Spanish foreign policy, that believes in unconditional dialogue with governments of every type, whatever their credentials in democracy and human rights, but refuses even to listen to the demands of the opposition in the same countries? Yet we are looking, in general, at non-violent opposition, and at governments that use arbitrary and massive violence against them.

How is it that Spain, a country that has recently known a long dictatorship, is so insensitive to activists for democracy and human rights in other countries? At a recent debate, a Foreign Ministry official, asked by a Tunisian the reason behind Spain’s silence concerning the flagrant rigging of the recent presidential elections in his country, said that it was not his government’s business to tell other nations how to govern themselves.

This doctrine is openly at odds with our own recent historical experience. Many will still remember the important role played by German political party foundations in promoting democracy in Spain in the last years of Franco. Are we ever going to do the same for those who lack liberties and rights in other parts of the world?

Such conduct compromises the image of Spain, and harms it in the long run. Or does the anti-Americanism so widespread in Spain have nothing to do with Eisenhower’s public embrace of Franco, which enabled the latter to perpetuate his regime another 20 years? Or with the remark of Reagan’s secretary of state, Alexander Haig, that the 1981 coup attempt in Spain was “an internal matter for the Spanish”?

It is not a question of breaking diplomatic relations with all the dictatorships in the world. There are just too many of them. Imposing democracy by force is a chancy business, that has only ever worked in exceptional circumstances. Nor can we forget that democracies often use a double standard. After Guantánamo and Abu Ghraib, the agenda for promotion of democracy and human rights remains under a long shadow. Yet something can be done. The left, which has always defended liberty and human rights, cannot just look the other way in resignation, because it then turns itself into a conservative force, perpetuating the existing situation, and betraying its own essence.

At the beginning of this legislature, the Spanish prime minister, with Kofi Annan in the background, announced a foreign policy committed “to the values professed by the majority of Spanish society.” We may doubt that these values are those of Raúl Castro, Wen Jiabao, Hugo Chávez and Teodoro Obiang. Defending the values that one professes goes beyond mere pragmatism. A diplomacy that fails to defend the democratic values of the society it represents is a diplomacy with no meaning at all. [email protected]

This article was published in El País English edition on 1 December 2009.

(English translation)

Diplomacia de hierro

Una activista saharaui de renombre internacional se encuentra en huelga de hambre para protestar contra la connivencia de nuestro Gobierno con las autoridades marroquíes que la han deportado ilegalmente a España. El representante del Dalai Lama se marcha de Madrid tras cuatro días de estancia sin haber conseguido que nadie del Ministerio de Exteriores le reciba para exponer su posición. El Ministro de Exteriores viaja a Cuba para reunirse con las autoridades cubanas, pero rechaza reunirse con la oposición al régimen. Un conocido instituto de investigación organiza un seminario sobre la estabilidad en los Balcanes al que acuden representantes de todos los gobiernos de la zona (incluido el serbio) pero como hay un representante del Gobierno de Kosovo, tampoco acude nadie del Ministerio de Exteriores. Y cada vez que algún representante del Gobierno taiwanés aparece por la capital, la misma historia de cautelas y prevenciones. Ayer se celebraron las elecciones presidenciales en Guinea Ecuatorial, sin garantía alguna ni observadores internacionales, y España mantendrá una fría y pragmática distancia.

Algo pasa con la política exterior española, que cree en el diálogo incondicional con todo tipo de gobiernos, por terribles que sean sus credenciales democráticas y de derechos humanos, pero se niega a tomar en consideración las demandas de los opositores a muchos de estos regímenes. Y eso que estamos hablando de opositores y movimientos que rechazan expresamente la violencia para conseguir sus reivindicaciones. Al contrario: son estos mismos gobiernos (en Marruecos, China, Cuba o Guinea) los que usan la violencia de forma masiva y completamente arbitraria contra ellos. Y, sin embargo, no merecen ni siquiera ser escuchados por nuestro Gobierno.

¿De dónde viene esta falta de sensibilidad? ¿Cómo se justifica que un país que ha pasado recientemente por una larga dictadura pueda tener tan poca consideración por los activistas por la democracia y los derechos humanos de otros países? Este mismo mes, en un debate al que tuve la oportunidad de asistir, un alto cargo del Ministerio de Exteriores, interpelado por un ciudadano tunecino sobre el porqué del silencio de España ante el clamoroso fraude en las recientes elecciones presidenciales de su país, argumentó que el Gobierno no era quién para decirle a nadie cómo tiene que gobernarse.

Esta doctrina no injerencista choca abiertamente con nuestra reciente experiencia histórica. Muchos recordarán todavía el papel que jugaron las fundaciones de los partidos alemanes a la hora de promover la democracia en España y lo importante que fue para los demócratas españoles contar con apoyo exterior en tiempos de Franco. Europa siempre fue un referente democrático para España. ¿Seremos nosotros alguna vez un referente para los que carecen de libertades y derechos en otras partes del mundo?

Actuando así, además, nuestra política exterior hipoteca la imagen de España y se perjudica a largo plazo. ¿O es que el antiamericanismo español no tiene nada que ver con el abrazo de Eisenhower a Franco, que le permitió perpetuar el régimen 20 años más? ¿O con la declaración del secretario de Estado de Reagan, Alexander Haig, negándose a condenar el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, por ser “un asunto interno de los españoles”?

No se trata, claro está, de romper relaciones diplomáticas con todas las dictaduras del mundo. Desgraciadamente, son demasiadas. Imponer la democracia por la fuerza sólo ha funcionado en circunstancias excepcionales, así que no es una opción válida. Y tampoco se puede olvidar que las propias democracias, con demasiada frecuencia, emplean un doble rasero. Después de Guantánamo y Abu Ghraib, la agenda de la promoción de la democracia y los derechos humanos ha quedado en entredicho y desprestigiada. Pero eso no significa que no se pueda hacer nada. La izquierda, que siempre defendió la libertad y los derechos humanos, no puede mirar hacia otro lado y resignarse, porque con ello se convierte en una fuerza conservadora que perpetúa la situación existente y traiciona sus esencias. Recuperar esa agenda es una tarea urgente.

A comienzos de legislatura, el presidente del Gobierno, arropado por Kofi Annan, anunció una política exterior “comprometida”; “comprometida”, aclaró, “con los valores que profesa la mayoría de la sociedad española”. ¿Hay alguna duda sobre cuáles son esos valores? Claramente, no los de Raúl Castro, Wen Jiabao, Hugo Chávez o Teodoro Obiang. ¿Son estos valores relativos? Claramente, no. Defender los valores que uno profesa significa ir más allá del puro pragmatismo, aunque haya que tomar decisiones difíciles y gestionar las consecuencias adversas. Nada que a un demócrata no le deba salir naturalmente de dentro. Una diplomacia sin el coraje para defender los valores democráticos de la sociedad que representa es una diplomacia sin sentido alguno.

Este artículo fue publicado en El País el 30 de noviembre de 2009.

The European Council on Foreign Relations does not take collective positions. ECFR publications only represent the views of their individual authors.

Author

Head, ECFR Madrid
Senior Policy Fellow

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