Cómo no hablar con Rusia

Hay quien argumenta que se ha tratado Rusia como a un «más que igual», pero, desde la perspectiva de Moscú, están condenados a ser una potencia periférica en un mundo dominado por la OTAN y la UE

Kadri Liik invitó a la reflexión en su artículo «Cómo hablar con Rusia«, en el que clasificó a los analistas rusos en tres tipos: “Sin duda, muchos expertos sirven de portavoces del régimen, muchos otros mantienen la intención de entender los eventos, y otros intentan encontrar un equilibrio entre estos dos”. No sé ni en qué categoría encajo o ni siquiera si se me puede llamar analista. Aun así, me gustaría analizar este artículo desde una perspectiva rusa y compartir algunas de mis reacciones inmediatas.

Liik conoce Rusia mejor que la mayoría de autores occidentales que escriben sobre política exterior rusa. Nació en la URSS y comparte nuestra comprensión mutua soviética. Lo que es más importante, intenta sinceramente entender y explicar la mentalidad rusa sin prejuicios políticos o sesgos institucionales. Su lógica es atractiva para el lector, porque no es presa de afiliaciones políticas o ideológicas. Sus conclusiones son convincentes y merecen que se ahonde más en ellas.

Sin embargo, en esta breve revisión del artículo intentaré concentrarme menos en las ideas con las que estoy de acuerdo, y más en las partes de la narrativa que podrían percibirse de forma diferente desde Moscú. Desde mi punto de vista, estas diferencias de opinión son exactamente las partes de la narrativa que deberían hacer de eje de futuras discusiones entre la UE y Rusia, al menos a nivel experto.

El Sistema «occidental»

En su artículo, Kadri Liik se refiere a la falta de interés que ha expresado Rusia por unirse al “sistema occidental basado en la OSCE” que supuestamente le ofreció Occidente. Esta afirmación sobre la supuesta falta de interés de Rusia provocaría sorpresa en Moscú. En primer lugar, la OSCE nunca ha sido una institución “occidental”. Surgió en los 70 como un compromiso entre el bloque soviético y Occidente, y sirvió a ambos lados a finales de la guerra fría. Ni la OTAN ni la UE tuvieron nunca una mayoría de miembros en esta institución. De hecho, la OSCE fue la primera organización verdaderamente pan-europea, un factor que le ha otorgado un tipo especial de legitimidad.

En segundo lugar, recuerdo claramente que a principios de los 90, Rusia (al igual que la Unión Soviética a finales de los 80) se esforzaba por hacer de la OSCE el organismo organizativo principal de la nueva arquitectura europea. Occidente contempló la idea de un rol más importante para la OSCE durante un tiempo, pero en el último momento se prefirió no darle más importancia al organismo. A los europeos les preocupaba que la OSCE comenzara a competir con la OTAN como principal proveedor de seguridad en Europa.

No había ganas en Washington ni en Bruselas de esforzarse por construir un “Sistema basado en la OSCE”, y, por razones comprensibles, Occidente tomó una clara decisión a favor de un sistema basado en la OTAN y la UE.

Es importante aclarar este dato porque aporta una perspectiva diferente a este asunto de la igualdad entre Occidente y Rusia. Kadri Liik argumenta que “se ha tratado a Rusia como más que igual: se le ha admitido en todas las organizaciones occidentales que ha querido sin necesariamente cumplir los requisitos”. Es cierto que Rusia tuvo acceso al Consejo de Europa, al G7, y a la OMC. Sin embargo, ni el Consejo de Europa, ni el G7, ni siquiera la OMC podrían considerarse la espina dorsal del nuevo orden internacional. ¿Tuvo Rusia alguna vez la esperanza o la oportunidad de acceder a los pilares del nuevo sistema euroatlántico, la OTAN y la UE? En teoría, esta opción existía para Moscú, pero por una serie de obstáculos históricos, geográficos, culturales y psicológicos (no sólo por parte de Rusia sino de ambas partes) esta opción nunca se consideró de una manera seria.

La perspectiva en Moscú es que esto ha condenado a Rusia a ser un poder periférico en una Europa y en un mundo dominados por la OTAN y la UE. Como se suele decir en Moscú, “nos invitaron a las copas de antes de la cena, pero no la cena”. Rusia tuvo que aceptar que tendría incluso menos influencia en los asuntos centrales de seguridad y desarrollo europeos que los pequeños estados de Europa central que sí entraron en la OTAN y en la UE – una posición bastante incómoda para un país que afirma ser una “gran potencia”.

Durante 20 años, los líderes rusos han intentado desesperadamente reconfigurar la situación y romper con este estatus periférico. La propuesta de Medvedev para un nuevo Tratado de Seguridad Europeo es un ejemplo de Rusia intentando lograr este objetivo, así como lo son las múltiples iniciativas rusas para promover la cooperación institucional entre la OTAN y la OTSC (Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, la alianza de seguridad entre Rusia, Bielorrusia, Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán y Armenia). La Unión Económica Euroasiática es la iniciativa más reciente de Moscú, diseñada para fomentar la colaboración entre Rusia y la Unión Europea. De momento, ninguno de los intentos rusos ha tenido éxito.

Los premios de consolación y el doble discurso

A las quejas de Rusia sobre su estatus periférico, Occidente suele responder con referencias al Consejo OTAN-Rusia y a los Cuatro Espacios Comunes con la UE, que son percibidos desde Europa como intentos sinceros de acercarse a Moscú desde asociaciones en las que la membresía no era posible. No quiero cuestionar las intenciones de aquellos que trabajaron en ambos proyectos, pero su implementación en el lado occidental da razones legítimas para revisar el asunto del doble discurso que Kadri Liik trata en su artículo. Después de presentar un perfil muy perceptivo del doble discurso ruso, escribe: “en Occidente, el doble discurso se puede utilizar para recortar algunas esquinas y resolver problemas espinosos de la vida real, pero nunca se ha convertido en la normalidad ni ha conducido a una doble realidad prolongada”.

En el caso del Consejo OTAN-Rusia, el doble discurso se ha convertido exactamente en eso: una doble realidad prolongada. Durante mucho tiempo, Rusia vió el Consejo como un mecanismo de importancia crítica con la capacidad de llevar a Moscú lo más cerca posible a la OTAN, sin formalizar su membresía. La OTAN nunca desalentó este aumento de la cercanía; al revés, se alentaba explícitamente en la retórica política. Sin embargo, en privado, muchos políticos occidentales han confesado que nunca consideraron que el Consejo OTAN-Rusia fuera un mecanismo importante de coordinación o toma decisiones. Estas confesiones privadas fueron confirmadas en público cuando la OTAN decidió paralizar el Consejo en medio de la crisis ucraniana, a pesar de que se le había otorgado la misión de reaccionar inmediatamente a la dramática situación en el país.

La historia reciente de las relaciones UE – Rusia también es un caso de estudio interesante si hablamos sobre dobles discursos. Se sabe bien que a principios de la década del 2000 Rusia decidió no participar en la Política Europea de Vecindad (PEV), porque aspiraba a ser un “socio igual” de la UE (en vez de ser parte de una “asociación junior”, percepción rusa de la PEV). En consecuencia, Rusia y la Unión Europea acordaron crear la iniciativa de los “Cuatro Espacios Comunes” para cooperar en distintas esferas.

Ambos lados declararon que este era un acuerdo de “socios iguales”. La interpretación rusa de “igualdad” era que tanto Moscú como Bruselas estaban preparados para hacer concesiones recíprocas en las áreas de cooperación más importantes – como energía, agricultura o transportes. Rusia tuvo que modificar sus estándares, procedimientos y normas para acercarse a Europa, pero Moscú esperaba la misma actitud desde el lado europeo. Estas expectativas podían ser ingenuas y poco realistas, pero al menos se basaban parcialmente en la retórica procedente de Bruselas.

Resultó que la noción de “igualdad” era meramente otro ejemplo de doble discurso occidental. En la práctica, desde la posición de la UE, no había diferencias considerables entre sus relaciones con Rusia y los Planes de Acción de la PEV con otros socios externos. En ambos casos, el acuerdo final se iba a basar en provisiones desde el acervo comunitario europeo y ajustes unilaterales a las regulaciones de la UE por parte del socio externo en cuestión. Este enfoque no encajaba con la percepción de igualdad que se tenía en Moscú y era particularmente decepcionante en el ámbito de la energía, en el cual Rusia esperaba políticas más amigables teniendo en cuenta que era el principal proveedor de petróleo y gas en la Unión Europea.

La cultura de política exterior rusa

Kadri Liik escribe sobre la profunda brecha, abismo incluso, entre Rusia y Occidente en sus respectivas percepciones de cómo debería organizarse el mundo y cómo debería gestionarse la política exterior. Estoy de acuerdo con esta afirmación, pero sospecho que cuando habla de Occidente se refiere, en la mayoría de los casos, a la Unión Europea. Uno no debe olvidar que la Unión Europea es un proyecto internacional único y que los principios, patrones, y prácticas de la política exterior europea no siempre se corresponden con los del resto del mundo, ni siquiera con los de Estados Unidos.

De hecho, la política exterior de Estados Unidos (como país indudablemente occidental) sirve para indicar que el caso ruso no es particularmente excepcional. Rusia es recelosa de las organizaciones internacionales en las que no tiene control total, al igual que Estados Unidos (véase por ejemplo la controvertida actitud estadounidense respecto a la ONU). Moscú prefiere tratar con satélites obedientes que con socios pensantes e independientes, de nuevo al igual que Washington. Ni el Kremlin ni la Casa Blanca se sienten restringidos por el derecho internacional.

Esto no significa que Rusia y EEUU jueguen con las mismas reglas, y definitivamente no trato de argumentar que las desviaciones estadounidenses de las normas del derecho internacional justifiquen automáticamente comportamientos rusos inapropiados. La realidad, sin embargo, es que el sistema internacional no se puede presentar en blanco y negro: hay innumerables tonos de gris. Kadri Liik menciona la famosa cita de Angela Merkel sobre que Vladimir Putin “vive en un mundo diferente”. Esto puede ser cierto, pero, ¿cuántos “mundos diferentes” se están produciendo delante de nuestros ojos en Oriente Medio, África o Asia Oriental?

Al hablar del presidente Putin, hay comúnmente dos explicaciones sobre cómo entró en este “mundo diferente”. La primera enfatiza los aspectos soviéticos y/o su carrera profesional como en el mundo de la inteligencia. Kadri Liik, por lo que veo, se inclina por adoptar esta explicación de Putin. Escribe: “La visión del mundo del presidente y su modus operandi están modelados a partir de la norma y la hagiografía soviéticas en un grado superior al del común de los rusos, incluso de su generación. Sus hábitos comunicativos siguen pautas inconfundiblemente soviéticas que son a menudo malinterpretadas durante las conversaciones con Occidente y lo hacen parecer un personaje poco fiable”.

La otra explicación es que Putin estaba aprendiendo en el trabajo. Esta es una teoría mucho menos popular en Occidente, puesto que impone al menos parte de la responsabilidad de la transformación de la política exterior rusa a los líderes occidentales. Aun así, no creo que se deba descartar inmediatamente esta explicación como propaganda del Kremlin. Valadimir Putin tomó sus primeras lecciones de política europea de Gerhard Schröder y Silvio Berlusconi; sus clases de derecho público internacional incluían estudiar casos como la invasión de Irak liderada por Estados Unidos o la implementación occidental en Libia de la Resolución 1973 del Consejo de Seguridad de la ONU.

Este proceso educativo tardó su tiempo y, hasta 2008, Rusia seguía una línea muy “legalista” en política exterior, intentando posicionarse como una potencia conservadora y responsable, guardián fundamental de las normas legales y principios a menudo violados por Occidente. Por supuesto, el cambio posterior no se puede achacar exclusivamente al comportamiento occidental, pero los analistas rusos no están del todo equivocados cuando argumentan que el Kremlin ha optado por “privarle a Occidente de su monopolio sobre la infracción de normas del derecho internacional”.

La importancia del simbolismo

Cuando dos rusos se emborrachan y charlan amigablemente el uno con el otro, lo primero que preguntan es: «Тыменяуважаешь?» (“¿Me respetas?”). Esta incasable búsqueda de respeto a nivel individual y grupal no es ni remotamente un aspecto único de la cultura rusa; podemos encontrar un énfasis similar al respeto también en China y Japón. La sensibilidad de esta norma cultural no siempre se reconoce en Occidente, lo cual lleva a malas interpretaciones y malentendidos que podrían evitarse en otro caso. Sigo convencido de que los recientes y trágicos eventos en Ucrania se desencadenaron sobre todo después de que el Kremlin llegara a la conclusión de que la UE no estaba mostrando respeto por Rusia al no involucrar a Moscú de ninguna manera en el DCFTA (Deep and Comprehensive Free Trade Agreement) con Ucrania.

Kadri Liik trata un asunto muy controvertido y susceptible en su artículo sobre la “esfera de influencia rusa” en el antiguo espacio soviético. Concluye, correctamente, que nadie debería otogarle a Moscú un privilegio así en el siglo XXI. Pero deberíamos también preguntarnos, ¿qué es exactamente una “esfera de influencia” y qué significa, en la práctica, tener una? ¿Podemos llamar a Kazajistán un estado satélite ruso sin estirar demasiado el significado de este término? ¿Tiene Moscú control absoluto sobre la política exterior, el comercio exterior, o la política doméstica en Astana? ¿Tiene el Kremlin los medios para gestionar la transición política en el país cuando el presidente Nursultan Nazarbaev ceda el puesto?

¿Podríamos decir que Alexander Lukashenko, “el último dictador de Europa”, es un cliente modélico del Kremlin dentro de la “esfera de influencia” rusa? Apenas. No reconoció la independencia de Abjasia ni de Osetia del Sur, tiene relaciones cordiales con el rebelde Petro Poroshenko, charla con oficiales de la Unión Europea, y restringe arbitrariamente el acceso de inversores rusos a la economía de su país. Su lealtad al Kremlin es tan cuestionable como la habilidad del Kremlin para manipularle.

En resumen, la “esfera de influencia rusa”, entusiastamente disputada, parece ser un “un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma”. Si la esfera de influencia de Rusia es una red de países que rechazan unirse a la OTAN o a la UE a medio plazo, entonces podemos incluir a todo el mundo, excepto por algunos países pequeños de los Balcanes occidentales.

Desde mi punto de vista, la “esfera de influencia rusa” se refiere sobre todo a influencia simbólica, no real. Rusia sufre de trauma post-imperial, y en el contexto ruso actual, el simbolismo importa mucho. Podemos comparar de distinta manera cómo percibió Moscú la penetración china en Asia Central y la PEV en Europa del Este y el Cáucaso Sur. En teoría, Rusia debería haberse preocupado mucho más por los avances chinos, dada su enorme escala y sus planes a largo plazo. En realidad, la presencia china en Asia Central se percibió como benigna y, en algunos casos, hasta positiva, mientras que los modestos esfuerzos de la UE en Europa del Este y el Cáucaso Sur fueron criticados y calificados de hostiles hacia Rusia, incluso provocadores.

¿Fue porque China no es una democracia de corte occidental y Moscú no puede sospechar que Pekín vaya a promover revoluciones de colores en su vecindario? Probablemente esta sea parte de la historia, pero desde luego no toda. También es una cuestión de simbolismo. Pekín nunca dudó en hacer un esfuerzo adicional para mostrar su respeto a Moscú. Los rusos siempre sabían qué iban a hacer los chinos en la región. Donde fuese posible, los chinos intentaban asegurar que sus proyectos bilaterales estaban envueltos en acuerdos multilaterales más grandes que incluían a Rusia (la Organización de Cooperación de Shanghai es un ejemplo claro). Además, China nunca cuestiona el liderazgo ruso respecto a asuntos de seguridad en la región. El resultado es que, con su apertura y transparencia sobre sus intenciones, Pekín ha triunfado donde Bruselas ha fracasado.

¿Hacia dónde vamos desde aquí?

Es un tópico político recurrente decir que las relaciones entre Occidente y Rusia están en una profunda crisis y que la situación no se normalizará hasta dentro de mucho, mucho tiempo. No podemos ni siquiera afirmar con certeza que hayamos llegado al pico de la crisis. El verano de 2016 podría ser otra época difícil para la maltrecha relación entre Rusia y Occidente. La cumbre de la OTAN en Varsovia probablemente lleve a tomar decisiones que podrían causar escándalo en el Kremlin. Si, para entonces, la Unión Europea no realiza cambios positivos en el régimen de sanciones (o, al menos, aclara su intención de hacerlo), la brecha política entre Moscú y Bruselas se ensanchará aún más. Los eventos en un Oriente Medio impredecible y potencialmente muy disruptivo y divisivo, así como la continuada crisis de refugiados en Europa, también alimentan la inestabilidad y previenen que ambos lados busquen una nueva normalidad en la “Gran Europa”. Las próximas elecciones presidenciales en Estados Unidos traen otra variable independiente a esta compleja ecuación.

Dadas todas estas incertidumbres y la falta de confianza entre Rusia y Occidente, podría efectivamente tener sentido, como afirma Kadri Liik, sentarse en la mesa de negociaciones con desacuerdos, no con intereses comunes. Una de las pocas ventajas de la situación actual es que a ambos lados les queda muy poco que perder, y pueden permitirse no dejar de lado la corrección política. Ambos lados deberían evitar los dobles discursos, y dejar la hipocresía y las etiquetas engañosas lo más lejos posible. Ambos lados deberían ser concretos sobre sus intereses, sus preocupaciones más básicas y sus líneas rojas. Este intercambio, a varios niveles, no va a restaurar la confianza mutua, pero puede ayudar a distinguir los intereses reales y las líneas rojas de los intereses y líneas imaginarios.

Respecto al acuerdo de Minsk, Kadri Liik afirma en su artículo que “Occidente debería ser muy claro en su visión respecto a la implementación del acuerdo de Minsk: sólo una implementación completa puede satisfacer los requisitos como condición para retirar las sanciones”. Esta afirmación da a entender al menos tres suposiciones. La primera, que el acuerdo de Minsk es un documento claro, específico, y nada ambiguo sin espacio para interpretaciones divergentes. La segunda, que el acuerdo puede y debería ser implementado en su totalidad a pesar de todos los obstáculos e impedimentos que han surgido desde que se firmara a principios de 2015. La tercera, que Rusia es una parte que debe soportar todo el peso de la responsabilidad de que se implemente. Parece claro que todas estas suposiciones encontrarían respuesta en Moscú y, en consiguiente, deberían ser el sujeto de una discusión muy específica, detallada y honesta.

Kadri Liik también escribe sobre la necesidad de involucrar a la sociedad civil rusa. Como una persona que ha pasado la mayor parte de su vida profesional liderando varias ONGs rusas, estoy totalmente de acuerdo con esta propuesta. Al mismo tiempo, mi experiencia personal me dice que, a menudo, la perspectiva occidental sobre la sociedad civil rusa juego un rol similar al acervo comunitario cuando Bruselas negocia con socios de la UE. Occidente decide quién puede y quién no puede representar a la sociedad civil rusa, así como qué nota se merece cada ONG según sus actividades, métodos y financiación. Esta perspectiva nunca ha sido productiva en el pasado, y hay serias dudas sobre si podría ser productiva en el futuro.

Podría nombrar otros actores que merecen más atención y deberían interpretar un papel más activo en las relaciones entre Rusia y Occidente. Entre ellos están los funcionarios a nivel regional y municipal, los estudiantes, profesores y administradores universitarios, los emprendedores y los innovadores, las asociaciones profesionales, y las diásporas rusas en Occidente. Hoy es más difícil atraer a estos actores que hace cuatro o cinco años; ambas partes sospecharían de que el otro utilice estos grupos como instrumentos de “soft power”. Aun así, en mi opinión, merece la pena intentarlo.

No deberíamos olvidar, mientras trabajamos en las oportunidades que nos ofrece cada momento, que las actitudes rusas a largo plazo y, en gran parte, Occidente, dependen del éxito o fracaso del proyecto europeo. Durante siglos, los rusos educados han mirado hacia Occidente en búsqueda de patrones de modernización, mejores prácticas sociales, e inspiración intelectual. Hoy, muchos de los críticos de la Unión Europea en Rusia argumentan que el proyecto europeo está maldito, que Europa está perdiendo su filo competitivo, y que el futuro está situado en otras regiones y continentes. Espero que los europeos puedan demostrar que estas críticas están equivocadas.

Andrey Kortunov es Director General del Consejo Ruso de Asuntos Internacionales.

Este artículo es un traducción del comentario original en inglés

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